sábado, 20 de febrero de 2010

Episodio 17: Chillán



«No olvido la tarde de sábado en que leí en el diario la noticia del hallazgo de Julio Riquelme Ramírez en el desierto, con todos sus huesos tendidos al sol. Guardé el recorte como un tesoro, sin saber aún para qué, pensando que alguna vez podía hacer algo más a partir de esa historia…»


Francisco Mouat, El Empampado Riquelme


Hace dos años estuve en una capilla de Chillán, ubicada al frente de la avenida Bernardo O´Higgins. Emprendí camino desde ese lugar. Quería seguir caminando y disfrutando el recorrido, por una ciudad que he visitado desde que era un niño. El trayecto siempre fue agradable, como es ciudad chica, no existen desagradables bocinazos. La gente disfruta de una sentada junto a sus cercanos; y ahí pueden permanecer durante toda una tarde.

Mi rumbo era incierto, sin embargo decidí ir hacia el centro, lo cual me tomaría unos treinta minutos desde la capilla. En la mitad del trayecto me detuve en un quiosco, en Chillán se suele acostumbrar que, pequeños boliches, se llamen derechamente “supermercado”, aunque en la práctica no lo sean.
Una cajetilla de Belmont de 10 era lo que buscaba. La señora que me atendía era cariñosa. Me miró y me reconoció, ella conocía a mi familia. Luego de entregarme los cigarrillos, el agradecimiento fue como si la conociese de hace muchos años. Ella decía que me conocía cuando yo era bien chico. Uno de los detalles de una ciudad sureña es la constante amabilidad de su gente. Seguí mi trayecto con un matiz de pertenencia hacia esa ciudad que ha ido incrementando con el paso de los años. Ella, al igual que yo, lamentaba la partida de mi querido abuelo Pedro.

En mi camino, la tarde avanzaba y el frío aumentaba. El viaje había sido inesperado, era de aquellos que uno no desea realizar, no por tenerle desprecio a la ciudad. Simplemente hay viajes que uno nunca quiere. Con la prisa de la partida desde Viña del Mar, agarré lo que encontré. Un grueso chaleco verde y mi mochila. Daba la coincidencia que en ese tiempo estaba leyendo “El Empampado Riquelme” de Francisco Mouat. La obra, justamente, mencionaba a la ciudad de Chillán, con una generosa descripción.

Las frías noches de agosto en Chillán hay que tomárselas en serio. Llegué al centro de la ciudad, luego de caminar y reflexionar acerca de la partida de un gran hombre, de aquellos que siempre permanecen en el recuerdo. Es inevitable referirse a algunos detalles de la ciudad. Eso de no percibir lo que Cristián Warnken en una columna alega como avidez inmobiliaria presente en Santiago. Chillán no pretende sorprender a quien lo visita. Su gente la reconoce como “ciudad chica”. Que, muy de vez en cuando, destaca en las noticias nacionales. Donde algún pequeño suceso, para los ojos capitalinos, se transforma en el centro de la discusión local, aquella en donde se agrega el detalle infalible, ese que los periodistas de los grandes del país, no pueden percibir. Es el estar ahí para luego contarlo.

“El Empampado Riquelme” es una investigación para explicar la desaparición de don Julio Riquelme Ramírez. Chillán sirvió a Mouat a reconstruir una vida, lugar que también lo logra con la mía.

sábado, 13 de febrero de 2010

Episodio 16: Instantáneo

«Algunos episodios surgen de forma tan natural, que no hay necesidad de ir a buscarlos…»

Evadir la rutina. Negar la propia realidad, esa que anuncia que tienes que estar a las ocho y media de la mañana en el trabajo, o a tal hora recogiendo algo o alguien. Pocos son los que gustan de su rutina semanal, como la espera del tráfico en el automóvil escuchando la radio de turno, sin esperar algo nuevo en la vida, sino que todo siga como está, y que nada cambie para mal.

En mi trayecto por el metro de Santiago en pleno verano. La entrada a la estación se hace más agradable que durante el año. Claro, si no se consideran los treinta y tantos grados de calor que hay en el ambiente capitalino. Sin embargo, ya a las seis de la tarde, los pasillos de la estación, se hacen apacibles. Hay un ventilador que expide agua, me acerco para ver si es eso y no
otra cosa. Se esparce de forma tan fina, que no se logra diferenciar si es aire helado o si es efectivamente H2O. O, según las malas lenguas, agua del Mapocho con todas sus letras.

Ya en la segunda estación en la que se detiene el metro, yo con lentes oscuros, comienzo a observar la actitud de uno que otro pasajero. Resuelvo que eso de criticarle al santiaguino la quietud e indiferencia ante sus pares, en este medio de transporte, sea una característica sólo de esta parte del mundo, es errada. ¿Por qué tienen que estar obligados a mostrar una cara contenta o cuanto menos alegre? ¿Tendrán por obligación conversar con la persona que –por azar- les tocó compartir en un mismo espacio, muchas veces apretujados? ¿En otros países será distinta esta situación?

Pasan las estaciones y me puedo sentar tranquilamente, al frente mío va sentada una mujer leyendo un libraco. No puedo evitar ver qué es lo que lee, el metro no es un lugar de mucha concentración para captar lo que se sujeta entre las manos. El libro se llama “Milagro” de Danielle Steel. La mujer es de contextura gruesa, delgadas y delineadas cejas color café, sombra azulina, de pelo oscuro tomado con un moño colorinche. Se sentó indiferente ante la contingencia diaria que ofrece el metro durante el mes de febrero. Me preguntaba sobre qué era lo que buscaba ella al leer a una autora que se caracteriza por sus novelas rosa. Quizás a esa mujer le encantaría estar entre las líneas del libro y no sentada con el ruido de los rieles, la gente conversando y un bigotón que la mira de forma curiosa.

A mi derecha va un tipo de pie leyendo “La historia del fútbol argentino” de Alexander Watson Hutton. El hombre leyó dos páginas y luego lo guardó en su mochila negra. Era un tipo joven que ya trabajaba, tenía su uniforme casi institucional. A lo mejor era un amante del fútbol, que quería pulir sus conocimientos y ahondar acerca de lo que ha pasado con este deporte en Argentina. ¿Habrá soñado alguna vez en su vida ser una estrella del fútbol? Recibir aplausos en el estadio «La Bombonera» colmada de público o en el «Monumental» de Núñez.

Por la noche, luego de tomar el bus de vuelta a Viña del Mar, sólo 1 pasajero iba con la luz encendida. Leía un libro de Nicanor Parra, este tenía la portada de don Nicanor tapándose el rostro, luego leo el título y sé que son sus ya conocidos “Discursos de sobremesa”. Todo indicaba que él quería perderse por unos momentos de la realidad, o quizás la mujer que lo acompañaba a su lado lo tenía chato, tanto así que Parra fue una buena salida para un viaje de 1 hora y 40 minutos.

A veces un libro es un sueño, un deseo de no querer estar donde se está. Otras, simplemente, un botón de pausa.