«Cuando deseamos
aquello que disminuye si se le comparte con otros, entonces la envidia atiza en
el corazón de fuego de la melancolía; mientras que si nuestro anhelo se cifra
en el amor de la esfera suprema, no sentiremos ansiedad alguna en el corazón,
porque mientras mayor es ahí el número de los que consideran cualquier bien
como nuestro, es mayor el gozo que cada uno tiene de ese bien, y también se
gana en caridad (…)»
Dante Alighieri – La
Divina Comedia
Son pasadas las ocho de la mañana de un miércoles otoñal
mirando de reojo a un polar invierno, ahí aparece don Hernán Moscoso, guardia encargado de la seguridad de un recinto médico. De corte de
cabello estilo Elvis Presley, patillas curtidas, cortaviento color negro que le
hacen juego a sus guantes de cuero del mismo tono, en la izquierda de su pecho
su credencial que señala su puesto de trabajo. La jornada laboral de don Hernán comienza a las
ocho de la mañana concluyendo a las seis de la tarde. Ahí permanece, el Guardia, conocido
por los que transitan en esa cuadra como: El Guardia Feliz.
Bien puesto tiene el adjetivo “feliz”, porque don Hernán no
sigue el perfil del guardia común; ese templado, parco, serio y cara de pocos
amigos. Menos es de aquellos que están pendientes de su walkie talkie viendo qué
es lo que sucede en el sector que deben resguardar con recelo. Don Hernán permanece parado en la entrada del lugar con una sonrisa permanente. Cada
persona que lo queda mirando se hace merecedora de su saludo afectuoso, algún
comentario sobre el clima, o alguna mención positiva sobre el día en
particular: “Ya es lunes, va quedando poquito” es alguna de las frases que
esboza para reírnos de la ridiculez de ese día, ese lunes que aparece tan
alejado de ese anhelado y apetecido fin de semana. Si se lo saluda de apretón
de manos, don Hernán no repara en despojarse de su guante derecho para
estrecharla, y preguntar a aquel que saluda, el “¿cómo está?”, en este caso, de
manera desinteresada pero atenta.
En una jornada extensa, el guardia feliz, permanece en su
posición constante, parado en el marco de la puerta de ingreso a un servicio de
salud. ¿Qué será lo que él tiene que resguardar? Si es tan sólo un servicio
médico, ¿tendrá algo importante que resguardar ahí? ¿ocultará algo secreto ese
servicio que su personal debe ser resguardado de forma constante? Nunca hemos
podido preguntarnos qué ocultará la labor principal del guardia. Quizás dicho
departamento merezca la atención necesaria, y su cuidado y el velar por la
seguridad de todos en su interior, sea una actividad de suma relevancia.
Las horas pasan, las piernas cansan, permanecer parado la
mayor parte de la jornada no debe ser fácil. No todo el común de los mortales
se daría la osadía de permanecer tanto tiempo plantando los dos pies contra el piso manteniendo
la misma posición. Don Hernán sí lo hace, con fuerza de voluntad y, más aún, lo
hace con una sonrisa en el rostro. Todos los días me detengo un par de minutos
para intercambiar ideas con él, nos preguntamos cotidianeidades, además de
hablar de algo de contingencia, donde don Hernán plantea su punto de vista.
¿Qué será lo que don Hernán pensará durante las diez horas
en que permanece parado mirando hacia el frente? Allí sólo tiene la calle, muchos
hechos curiosos y anécdotas en ese escenario. La calle, un paisaje dinámico
desde todo punto de vista. La calle es un verdadero proscenio, uno en que la
obra no encuentra su descanso y que, más bien, consigue territorio fértil.
¿Cuánta gente debe haber pasado por al frente exclamando algo, gritando, riendo
o llorando? ¿Cuántas marchas deben haber ocurrido? ¿Cuántos robos? ¿Cuántas
risas? Es la calle dentro de todo su dinamismo. Es un escenario, una exposición
de todo tipo. Es ese escenario en el cual don Hernán toma palco de forma diaria
y es en ella en que él adquiere el personaje del guardia feliz, un personaje
surrealista dentro de su especie. Don Hernán nuevamente se despide de forma atenta ¡Hasta mañana!
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