sábado, 26 de diciembre de 2009

Episodio 12: Solitaria Navidad

«valorar.
1. tr. Señalar el precio de algo. 2. tr. Reconocer, estimar o apreciar el valor o mérito de alguien o algo. 3. tr. valorizar (‖ aumentar el valor de algo). 4. tr. Quím. Determinar la composición exacta de una disolución
»

El veinticinco de diciembre pasado me metí a facebook para ver los diferentes saludos de cercanos. En mi búsqueda encontré más de alguno con la intención de expresar la idea de la navidad inmaterial. Esa que se vive únicamente acompañados de la familia, y no de un desbordante materialismo.

Días atrás escuché de cercanos que, efectivamente, existen personas que pueden esperar estoicamente ese día veinticinco para un único fin material: el encargo que efectuaron en dichas fechas. Con ese pedido ya se fue la navidad.

Luego de leer tanto mensaje por las redes sociales, me dispuse a escribir uno propio. No encontré alguna palabra o idea que no sonase como un cliché más en este compendio de buenas –y algunas, vanidosas- intenciones. Simplemente envié un par de correos a las personas que, con sus pequeños gestos, hicieron que mi año fuese uno bueno. El agradecimiento en silencio y personalizado lo encontré razonable. A otro par de buenos amigos los llamé por teléfono deseándoles prosperidad a ellos y a sus familias.

En esta navidad quería valorar pequeñas ideas que no había valorado. Esa palabra la había pensado únicamente en un tono enunciativo.

El año anterior había pasado navidad como muchos chilenos: solo. Tuve que regresar de Santiago y dedicarme a los estudios. Recuerdo llegar al terminal de buses y darme cuenta que ese veinticinco de diciembre del dos mil ocho estuvo nublado, sin posibilidades a que las nubes se abrieran y pudiese salir el sol en el atardecer. Estas nubes, oscuras en su mayoría, hicieron aún más tenue mi día.

Saliendo del terminal las calles estaban vacías, yo pensaba en que cada cual estaba en su casa durmiendo con los suyos. Nadie se daría el trabajo de caminar en esta festividad a las nueve de la mañana. Las calles del centro eran un triste desierto. Y el día recién estaba comenzando.

Durante la tarde, y al ver que a la hora de almuerzo pocas opciones encontraría; fui a una tienda de comida rápida. Saqué mi bandeja, subí las escaleras y me senté. El panorama era desolador, únicamente esperaba devorarme con todas mis ganas lo que había comprado, quería estudiar, pues para eso me di el funesto día. Luego del almuerzo unipersonal, estaba preparado para muchas horas de estudio.

Sacando los textos que tenía que aprender en ese entonces, miraba por la ventana teniendo la esperanza que el día dejase de ser nublado y fuera un poco más alegre. De pronto eso aplacaría mi soledad en esta festividad. Sin embargo las nubes permanecieron donde estaban, es más se hicieron acompañar de otras más negras. Lo cual hacía que el panorama resultase desolador.

Comenzando con mi estudio, lo pude hacer en períodos de tres horas. Hacía un alto en cada período. Podía estudiar con más fuerza, la rabia del estar solo, ese pensar que me tuve que dar la lata de venir a otra ciudad mientras mi familia estaba celebrando en otro lugar. Si alguien pensó que la rabia no era buena en ninguno de estos casos, creo que le podría decir que está equivocado. Utilicé toda la rabia para que fuese energía en mi estudio, lo cual significó que mi jornada diaria fuera absolutamente satisfactoria. Consuelo y precio a costa de mi soledad auto inferida.

Tarareaba noche de paz, y algunos cantos de misa que dantescos coros romanos realizan en navidad. Mientras en cada momento recordaba el piano de Yann Tiersen con Rue de Cascades.

Luego de ese día, comencé a valorar mucho más el precio de estas festividades. Espero no tener que repetir la experiencia, y si me llegase a tocar, creo que realizaría la misma rutina que hice en ese entonces.


Mi saludo y respeto para todos aquellos que sólo buscan un saludo en navidad.

sábado, 12 de diciembre de 2009

Episodio 11: El Periodista y El Abogado

«El relato es un verdadero tejido de voces. Cada personaje tiene su estilo particular y, sobre todo en la última parte del relato, la lengua se hace ampulosa, pomposa, arcaizante, intencionalmente literaria» Ryszard Kapuscinski sobre su obra “El Emperador”
Llegaron a un café. El periodista y el abogado se acomodaron y ordenaron la carta. El primero pidió un cortado, el segundo un capuchino.

Con la orden servida. El periodista preguntó al abogado cómo le había ido. El abogado le dijo que bien; luego éste contra preguntó con lo mismo. El periodista le respondió que él también estaba bien, un poco atareado y falto de tiempo; pero, a fin de cuentas, bien.

Luego de preguntarse nimiedades personales. El abogado afirmó que todos los periodistas eran unos cínicos y que no podían serlo. Le leyó una cita que había encontrado tiempo atrás de Ryszard Kapuscinski: «Nuestra profesión no puede ser ejercida correctamente por nadie que sea un cínico. Es necesario diferenciar: una cosa es ser escépticos, realistas, prudentes. Esto es absolutamente necesario, de otro modo, no se podría hacer periodismo». El periodista afirmó desconocer la obra de dónde fue extraído ese texto, pero el abogado le rectificó que fue en una conferencia que ofreció hace muchos años el autor citado.

El periodista le dijo que hay de todo en su profesión y que obviamente cínicos habían y en abundancia. Luego le tiró la pelota al abogado, diciéndole que en su profesión, cínicos existían y en cantidades considerables. Ambos rompieron en risa.

El abogado no se podía explicar por qué existían periodistas metidos en farándula o en cosas relativas a temas intrascendentes, como las modelos que se insertan kilos de silicona en su cuerpo, cada vez en cantidades más descomunales. El periodista asintió con total sinceridad, argumentando que en el gremio de abogados también existían algunos que eran parecidos a los periodistas de las cosas livianas, como los defensores de violadores y asesinos. El abogado también asintió dándole la razón, diciendo que todo correspondía a la estructura del “debido proceso” y con eso le explicó las razones de lo que ello implicaba, haciendo un punteo de ideas mediante sus dedos. Al punto diez el periodista ya se miraba el nudo de sus gastados zapatos.

El periodista luego de darle un sorbo a su café, prosiguió intercambiando ideas. Luego hizo un alto diciéndole al abogado que su ámbito de trabajo era una “cancha rayada”. El abogado no dio respiro y le respondió que eso mismo ocurría con el periodismo. Que si su ámbito era esa cancha rayada, el ámbito periodístico era esa misma cancha pero de tierra y con arcos de palo. La conversación se había tensionado, cada uno buscó otro lugar donde acoger sus miradas impertérritas.

El abogado prosiguió preguntándole al periodista de si ya estaba casado. Él le respondía que en sus pocos años de profesión no tuvo tiempo para encontrar a la persona indicada. El abogado le aconsejaba que esas cosas no había que buscarlas, que llegaban solas. Ante esto el periodista supuso que él tenía más tiempo para solucionar esos asuntos, luego rectificó sus dichos con una caprichosa mirada al maletín lleno de papeles que portaba el abogado. Ambos rieron.

Hablaban de su profesión. El abogado le decía que los periodistas “hablaban de todo, pero que no sabían nada en específico”. El periodista le decía que los abogados eran sólo “maquinitas que repetían códigos, párrafos, artículos, incisos y numerales”. Luego de eso le dijo que, pese a todo, había pensado que era un gusto tenerlo como amigo. El abogado había resuelto lo mismo.

sábado, 5 de diciembre de 2009

Episodio 10: Héroe Ciudadano

«Luego volví a mi reacción real, lo que hace el común de los chilenos:
No hacer nada
».

Hace un par de años que vivo practicándolo, caminar por las calles de Viña del Mar me resulta una actividad alentadora. El escenario teatral de sus calles me permite imaginar distintas situaciones a las que, los personajes protagonistas, es decir los peatones, se someten día a día. Hay unos cuantos que ya son dueños de la calle como las personas encargadas de cuidar los autos, o la gente que pide limosna en la berma de la calle.

Mi forma de caminar la mayoría de las veces es rápida. Muchos amigos me han dicho que han intentado acercarse a saludarme pero que no lo hacen porque yo, sin verlos, he cruzado la calle o desaparecido. Situación lamentable, pero es la velocidad que empleo de costumbre a fin de cuentas.

Casi concluyendo mi trayecto en una caminata de día lunes, llegué a la avenida San Martín. También como de costumbre miré hacia el mar y sol ya anunciaba el ocaso. Luego de observar hacia el lado regreso a mirar hacia el frente. Me llamó la atención que un sujeto apareciera corriendo de forma afanosa. El tipo de unos diecinueve años, vestía unos shorts, gorro de marca y la polera del Everton. Se movía de forma desesperada. Detrás de él lo perseguía un tipo de pelo crespo y tez blanca. Tenía puesto un traje de baño e iba a pies pelados. Lo había asaltado.

El hechor corría con los ojos desorbitados. Cruzó la transitada calle San Martín de forma fugaz, haciendo de los autos un detalle del paisaje. Por otro lado la víctima perseguía al ladrón a una menor velocidad, guardando cuidado con los vehículos que pasaban por la calle. Por lo cual, en su intento de atrapar a su victimario, se detuvo para cruzarla. Regresó a los cinco minutos sin fortuna.

El ladrón había logrado su objetivo: Unos pantalones cortos, un par de zapatillas con los respectivos calcetines y el motín más apetecido, un bolso negro. Era lo más querido por la incertidumbre que suscitaba el encontrar objetos de valor en su interior. El dilema de ver si el ilícito había tenido sentido, o simplemente se encontraba frente a una Caja de Pandora.

Al ver a este ladrón corriendo y que haya cruzado a un metro de la distancia en la que yo me encontraba caminando, me hizo pensar en que si mi actuar había sido el correcto. Dentro de las escenas que imaginaba me vi deteniendo al sujeto de un codazo en seco contra su rostro. Sin embargo eso me traería consecuencias desfavorables, probablemente el seco iba a ser yo en la cárcel por haber lesionado al delincuente.

Otra forma de ayudar era detenerlo y arrojarlo hacia el suelo, para que luego, y en una acción mancomunada, lo detuviésemos con el perjudicado del delito. Sin embargo, esta situación también me dejaba disconforme: probablemente sería citado de testigo, lo cual considero una tarea tediosa.

Luego volví a mi reacción real lo que hace el común de los chilenos: No hacer nada. Critiqué mi no actuar, sin embargo no encontré una respuesta más adecuada a lo que allí estaba ocurriendo. El recuerdo de que muchos han caído por querer ser héroes, y que la mejor respuesta era la resignación entregando todas las cosas materiales que se tienen en ese momento. La razón me parece de mucha lógica. No obstante, lo malo sería no hacer nada y además quedarse a mirar por un largo tiempo cómo una persona sufre luego del robo. Pero miserable no soy.