viernes, 31 de diciembre de 2010

Episodio 39: Dos mil diez

«De recuentos y balances»

Bien vale hacer un recuento. Debo decir previamente que no me agradan los que realiza el periodismo, siempre con la verborreica forma de hacernos parecer que la realidad de cada uno está inmiscuida en esta verdadera vorágine de tragedias que han tenido que padecer miles de chilenos. Que en febrero se comenzó el año con un trágico terremoto; que a mediados de año el país vio matizado su llanto con partidos del mundial de fútbol sudafricano. Seguimos con los treinta y tres mineros atrapados a setecientos metros de profundidad en la mina San José: las maniobras de rescate, la televisión transmitiendo las veinticuatro horas del día esos momentos de angustia, que hacían finalizar la cruda incertidumbre de cientos de familiares de éstos, el abrazo del primer minero rescatado; expectación mundial, cámaras de todo el mundo formando un verdadero babel, esperando en el lugar de los hechos lo que iba a pasar con los treinta y tres. Finalizando el año con la tragedia de los ochenta y un reos fallecidos en la cárcel de San Miguel, y el broche de oro del año, la Teletón.

Todo esto agregado con el "año malo de todos los chilenos” que te obligan a creer que esa tragedias te afectaron. Por más que, durante las extenuantes transmisiones televisivas lograste sacar una lágrima de lo que fueron estos cruentos episodios, ¿Por qué debemos hacerlos propios? ¿No podremos tener un recuento personal en donde no todo haya salido mal? Es ahí donde comienza el cuestionamiento objetando si realmente el ejercicio de dudar la calidad de este año haya sido malo o no. Repito: No me gustan los recuentos del periodismo. Llegamos a fin de año y hago mi propio recuento. El balance comienza con la muerte de mi tío Óscar en noviembre pasado a causa de un cáncer incurable y detectado de forma tardía, no puedo evitar desde aquí enviarle un saludo y que descanse en paz.

Después de eso el resto fueron de múltiples cosas buenas. Empezando por el entendimiento del ambiente capitalino, la vida en Santiago no es tan trágica como se la observa desde las provincias en que, el mismo periodismo, nos llena de cosas malas de dicha ciudad hasta el hartazgo. Fue un año de una menor reflexión y una mayor acción. De partir de un lado a otro. Entre los detalles de este año leí bastante. Comencé el año con “Primera parte” de Alberto Fuguet, libro que me acompañó durante mi estadía en Dichato previo a ser devastado por el terremoto. Destaco algunos otros como “Prueba de sonido” de David Ponce el cual inicia una buena cronología de todas las agrupaciones de rock chilenas de toda la historia. Sigo con “Para gritar, para cantar, para llorar” un libro que retrata crónicas de fútbol de afamados periodistas y cronistas. Estos dos libros me llegaron de regalo de amigos, a los cuales agradezco mucho el gesto. Continué con las “Crónicas ociosas” de Francisco Mouat, libro con el cual pasé algún fin de semana en la capital, mientras visitaba la tienda de completos “Dominó” lugar en el que me maravillé por su increíble sabor: el alemán y el jugo de frambuesa fueron mi elección predilecta. Finalicé mi año con “No leer” de Alejandro Zambra el cual hace un recuento de crónicas sobre literatura, un autor joven que bien merece ser leído. Sobre discos “The Suburbs” de Arcade Fire fue mi elección como un gran disco a tener en consideración en este año 2010 que nos deja. De bandas locales, We Are The Grand, es una excelente recomendación, radicados en Inglaterra, dejan a muchas otras del circuito viñamarino y porteño como simples agrupaciones de colegio.

Este y otros detalles o hitos personales hacen de mi 2010 un año excelente. Agradezco a todos los que aparecieron en mi propia escena de éste. Estoy muy agradecido por sus gestos, no puedo nombrarlos a todos, si me olvido de alguno me regañaré al no hacerlo.

Amigos, no dependamos de calendarios, hay que vivir la vida día tras día. Paso a paso.

sábado, 18 de diciembre de 2010

Episodio 38: Crítica: Libros y librerías

«Este es el ensayo más progre que pueda encontrar de este espacio. Pues en mi humilde opinión, la delincuencia no se soluciona construyendo más cárceles, sino con una mejor educación»


En Chile no se lee, o mejor dicho, no se lee lo que un país debiese leer, para poder salir de las garras del tercermundismo que ha sido disfrazado, hasta nuestros días, por el apellido "en vías de desarrollo”. Si bien los libros se encuentran en las librerías y bibliotecas, curioso resulta hacer referencia a lo primero: Las librerías.

Este país es bien singular, el libro es tomado como un privilegio. Pocos tienen como costumbre acercarse a las tiendas para comprar un libro del contenido que sea. Los libros son caros, no he descubierto América con esa última afirmación, pero lo curioso es que, frente a este problema, existen dos posturas. Los que detectaron este problema (no descubridores de América) y a los que el tema no les importa en lo absoluto.

Frente a este primer grupo de ¡nosotros los descubridores! Están los que abogan por la derogación de la carga impositiva presente en cada uno de los libros. Ese diecinueve por ciento hace que los libros sean -aún- más caros. Sin embargo, existe otro grupo de descubridores de América –donde más me siento identificado- que piensa que quitar ese diecinueve por ciento seguirá siendo un absurdo, por más que la buena intención y benevolencia esté presente en esto. Pues bien, me explico, la operación es básica: el diecinueve por ciento de un libro promedio, por ejemplo, de un valor cercano a los quince mil pesos es un despropósito. No se necesita ser un experto en las matemáticas para constatar que, dicho porcentaje de posible rebaja en el precio, es un ápice del real valor de las obras.

Sigamos en nuestro llanto. Para las librerías el negocio no resulta del todo rentable, sin embargo, sobreviven. Porque “los mismos de siempre” ingresan a sus tiendas y con eso se logra vivir y bien. ¿Qué hay de las librerías? Pues lo que usted ve al acercarse a ellas. Personal de atención parados, apoyados sobre los libreros que, a veces, te saludan. Siempre me ha llamado la atención que tenemos el derecho a desmerecerlos. Claro, con excepciones –en este lado del mundo es común no atreverse a afirmar nada ni defender nada y anteponer puros condicionales como el “tal vez” o el “quizás”-. Ese trabajo dentro de la librería lo puede hacer cualquier mortal, claro, si cada libro está etiquetado con su respectivo código de barra. Los tipos hacen una labor menos ardua que los conserjes. Me explico, equiparemos sus funciones. Tienen una función física, como es la noble tarea de mover libros, algunos pesados, y ponerlos en su correcto lugar. Ayudarse por las escaleras para llegar al estante más alto donde poder dejarlos. Pues, el conserje, se puede mover de un lado hacia otro y también, algunos cautos, se ganan sus pololitos limpiando vidrios, entre otras labores extra.

Me dirán, con razón, que lo de los tipos de las librerías es una labor intelectual. Debiese ser, hay buenos casos de personas que aman las letras y la literatura en general, uno los observa porque, muchas veces, están en sus mesones de atención con libracos de cinco kilos sobre sus manos, leyendo. Pero la realidad es otra, los tipos que te atienden –si es que lo hacen- toman el libro, buscan el código de barra y lo pasan por la maquinita, la cual señala el nombre del autor, el título de la obra, la editorial y el valor de este. ¡Nada más! ¿Me podrá decir ahora que la labor de los conserjes es más ardua que la de estos sujetos?

Sobre otro plano, en el que no sigo descubriendo América, más bien digo puras obviedades. No está en el común del chileno, comprar un libro. Y, el tema ha llegado a tal nefasto nivel que muchos en gestos vanidosos se pasean con libros en las plazas y los cafés. Inclusive existen otros que anuncian la obra que están leyendo en ¡las redes sociales! Todo para atestiguar frente a sus pares el “yo leo, yo soy culto”.

Los flaites no compran libros y no les importa ese hecho de no hacerlo. Me permito citar al gran historiador Gabriel Salazar que describe a estas personas: « (…)¿Cuál es el pobre típico hoy? Ya no es el cabro harapiento y sin zapatos, no es la vieja con el saco pidiendo lechuga: el pobre de hoy es el flaite. Y el flaite, que no estudia, es una especie de vago, tiene blue jeans de marca, zapatillas de marca, polerón de marca, celular, peinado con estilo que necesita de una serie de cuestiones para dejar el pelo parado. Y, por lo tanto, no se siente pobre». Me permito además agregar que, con el valor de las ultra-blancas zapatillas Lacoste, que más de algún flaite ostenta, podría comprarse un buen par de libros. Pero no es prioridad y no tiene por qué serlo, la poca aspiración como sociedad hacia la cultura hacen que para ellos, leer sea una lata.

sábado, 11 de diciembre de 2010

Episodio 37: Memoria

«Para mi tío Óscar, al que tanto queremos, recordamos y extrañamos»


La historia del Finado Vargas es una bien particular, es un hombre muerto en vida. En sus certificados aparece como una persona fallecida, pero que, sin embargo, sigue viviendo. Con un segundo matrimonio, una mujer y siete hijos; dentro de los cuales hay cinco hombres y dos mujeres. Así es como sigue esta simple, pero inusual historia, que se caracteriza por el propio testimonio de Vargas quien cuenta que los funcionarios del Registro Civil le dijeron que no “puede sacar certificados, porque está muerto”, desde ahí se gesta un verdadero "Lázaro nacional".

Así como el recuerdo, tanto del periodista del diario Las Últimas Noticias, como para Francisco Mouat; el capítulo de personajes de éste último, en sus livianas y entretenidas “Crónicas Ociosas” retratan a un personaje del pasado. Luego de leer este breve fragmento, que se caracteriza por la singular historia y detalle de Vargas, me apresuré en prepararme un café colombiano que ya va escaseando en su tarro. No pude evitar escribir algo sobre el pasado que, sin embargo, tengo muy presente.

Como se dice que el que no aprovecha sus virtudes “está desperdiciando algo”, me permito recrear una escena que guardo con orgullo y silencio entre mis recuerdos más preciados:

Chillán, casa sin número. La primera de toda esa hectárea y, probablemente de muchas otras. Entramos por el imponente portón de piedra de la casa de mis queridos abuelos. El perro de turno te ladra, se ubica a un costado y, por su fiereza, está más encadenado, como condenao. Entramos por la puerta donde se ingresa cotidianamente, no la de visitas. La puerta está a maltraer, hay un signo de Cristo sobre ésta. Al ingresar están los tantos gorros de mi primo Gonzalo. Se supone que es el lugar donde las visitas dejan sus cosas, chaquetas y sombreros. Sin embargo, ese espacio está para las artimañas de mi primo, en la mesa hay uno que otro cachureo, si preguntas por qué el desorden en Chillán nunca se sentirán ofendidos, dirán que así es la usanza del campo donde todo es más desordenado que en la ciudad. Sigues caminando y te encuentras con la sala de estar. Hay un mueble que cubre toda la pared. Vasos, platos, uno que otro cajón con cachureos de mis tíos están ahí. Hay figuras decorativas en el mueble, así como cuadros de los primos de Antofagasta, Santiago, Chillán y nosotros los de Viña. De repente algún curioso que trata de buscar algo de ese mueble se manda algún comentario. En la foto aparecemos casi todos bien chicos, unos niños que nos veíamos alegres enmarcados en estas fotos que, más de alguna vez deben haber alegrado a mis abuelitos.

Siguiendo por la sala están el sofá pegado a la pared color ocre. Una silla contigua a ese sofá era donde mi abuelito se sentaba para ver la televisión. Decía que le caía bien Marcelo Salas, que era bueno pa`la pelota, que Zamorano no tanto. Que Álvaro Salas no era un buen humorista, en tiempos en que la mayoría pensaba lo contrario. En ese lado de la sala hay un recuerdo enviado a mis abuelitos de algún amigo, un círculo de cobre sobre el cual aparecen grabados los nombres de mis abuelitos, junto a un huaso practicando el rodeo, arriba de un caballo con su poncho y su sombrero, haciéndole collera a un ternero. En el otro muro está la radio que, de vez en cuando, se corre hacia el patio donde compartimos cuando vamos de visita. En esa misma pared hay una puerta que da con el patio frontal de la casa. En ese mismo muro se ubica otro sillón, donde mi tía Sonia se queda dormida casi todos los días en que estamos de visita. Si le preguntas si quiere irse a dormir te dirá que no, que ella está bien sentada y despierta, que sólo está “descansando los ojos”. En ese mismo lugar está el calendario del año de turno, que por lo general es de papel y con la marca de una carnicería. Hay un reloj y más allá aparece un cuadro del año ochenta y dos, donde salen mis papás en su matrimonio. Junto a ellos, están todos los hermanos de mi mamá. Cinco hermanas y dos hermanos. Estos últimos muy jóvenes y delgados, los dos con ternos color celeste, iguales. Mi tío Daniel y mi tío Óscar, el callado, el buena persona, el que hoy nos observa y al que tanto extrañamos.