Todos somos víctimas y victimarios. Hace un par de días que me informo que en China, se han realizado estudios que aseguran que el consumo de internet aumenta el porcentaje de padecimiento de depresión. La noticia era empalagosa ¿Cuántas horas de internet consumimos día a día?
Sobre el e-mail, está Fuguet quien cuenta su historia sobre cómo dejó como costumbre a un “mal necesario”. En la crónica habla acerca de la manera en que se contacta con un amigo suyo, para saber, sólo si estaba vivo. En un diálogo que, a simple vista, al lector le parece absurdo y frío; Fuguet cuenta su verdad. Así como, a su vez, deja en claro su alejamiento de los mensajes electrónicos. Aquí, para mí, nace la idea de propender la antigua costumbre de la epístola, esa tangible, la que se percibe.
Con tanto mensaje electrónico, emoticón barato, repetitivo, masticado y poco original; la epístola, la carta que se deposita en el buzón de correos, cobra su sentido más nostálgico. No me parecería extraño si a usted le causara una grata impresión el recibir en la puerta de su casa una carta, escrita en puño y letra de quien la emite. Un gesto o un abrazo a la distancia que se convierte en letras, vertidas de la más noble intención, dirigida hacia el ser querido.
En los últimos años, en otro compendio de ideas acerca del mundo web, encontramos las redes sociales, junto al recocido cúmulo de crónicas, críticas o noticias que en ellas se informan. Que una de ellas, la de logo azul de fondo y letras blancas, mostraba su génesis. En que unos cuántos mortales de una prestigiosa universidad de Estados Unidos se conectaban para intercambiar mensajes, entre otros datos. De la anécdota de su creador, un complejo nerd que decidió echar andar este motor que no ha parado. Sea tenebroso como el mismísimo Frankenstein o noble como una Cadena de Favores, este medio ha logrado dejarnos a todos pendientes de lo que uno de nuestros seres queridos -y de lo no tanto-, hagan. Farándula pura en la pantalla de su computador ¿Cuántos ingresarán para saber la vida del otro? ¿Cuántos otros ingresaron simplemente para no quedar fuera de los temas de conversación coloquiales? ¿Cuántos sólo ingresaron para no salir perjudicados con algún mensaje, alguna abominable foto de su persona que los difame o simplemente por miedo? Aquí es donde el factor vanidad/miedo abunda en las mentes de unos cuantos.
Luego están otras redes como la de la palomita icónica que tienen a muchos –entre los que escribe- locos por su sinsentido, que se matiza, con el argumento que la “información llega más rápido por este medio”. Luego un sinfín de otras redes que abarcan todo el plano ya visto de internet ¿Qué nos queda después de todas estas invenciones?
La deshumanización, querámoslo o no. Es lo que nos queda producto de estar sentados como pergeños frente a un computador, pensando que toda la vida transcurre mediante ese aparato y no en el mundo real, como sentarse en una plaza, cerca del mar. Leer un libro en una cafetería. Comentar con el vecino el detalle ínfimo que haya pasado en el barrio. Saludar al conserje, pasear al perro, o simplemente el hecho de caminar por caminar, para regocijarnos y gritar al cielo ¡Estamos vivos carajo!
Sobre el e-mail, está Fuguet quien cuenta su historia sobre cómo dejó como costumbre a un “mal necesario”. En la crónica habla acerca de la manera en que se contacta con un amigo suyo, para saber, sólo si estaba vivo. En un diálogo que, a simple vista, al lector le parece absurdo y frío; Fuguet cuenta su verdad. Así como, a su vez, deja en claro su alejamiento de los mensajes electrónicos. Aquí, para mí, nace la idea de propender la antigua costumbre de la epístola, esa tangible, la que se percibe.
Con tanto mensaje electrónico, emoticón barato, repetitivo, masticado y poco original; la epístola, la carta que se deposita en el buzón de correos, cobra su sentido más nostálgico. No me parecería extraño si a usted le causara una grata impresión el recibir en la puerta de su casa una carta, escrita en puño y letra de quien la emite. Un gesto o un abrazo a la distancia que se convierte en letras, vertidas de la más noble intención, dirigida hacia el ser querido.
En los últimos años, en otro compendio de ideas acerca del mundo web, encontramos las redes sociales, junto al recocido cúmulo de crónicas, críticas o noticias que en ellas se informan. Que una de ellas, la de logo azul de fondo y letras blancas, mostraba su génesis. En que unos cuántos mortales de una prestigiosa universidad de Estados Unidos se conectaban para intercambiar mensajes, entre otros datos. De la anécdota de su creador, un complejo nerd que decidió echar andar este motor que no ha parado. Sea tenebroso como el mismísimo Frankenstein o noble como una Cadena de Favores, este medio ha logrado dejarnos a todos pendientes de lo que uno de nuestros seres queridos -y de lo no tanto-, hagan. Farándula pura en la pantalla de su computador ¿Cuántos ingresarán para saber la vida del otro? ¿Cuántos otros ingresaron simplemente para no quedar fuera de los temas de conversación coloquiales? ¿Cuántos sólo ingresaron para no salir perjudicados con algún mensaje, alguna abominable foto de su persona que los difame o simplemente por miedo? Aquí es donde el factor vanidad/miedo abunda en las mentes de unos cuantos.
Luego están otras redes como la de la palomita icónica que tienen a muchos –entre los que escribe- locos por su sinsentido, que se matiza, con el argumento que la “información llega más rápido por este medio”. Luego un sinfín de otras redes que abarcan todo el plano ya visto de internet ¿Qué nos queda después de todas estas invenciones?
La deshumanización, querámoslo o no. Es lo que nos queda producto de estar sentados como pergeños frente a un computador, pensando que toda la vida transcurre mediante ese aparato y no en el mundo real, como sentarse en una plaza, cerca del mar. Leer un libro en una cafetería. Comentar con el vecino el detalle ínfimo que haya pasado en el barrio. Saludar al conserje, pasear al perro, o simplemente el hecho de caminar por caminar, para regocijarnos y gritar al cielo ¡Estamos vivos carajo!