Pensando en el año que recién nos deja, concluí que la
cantidad de libros leídos durante éste fue superior a la cantidad de películas
que, dedicado, comencé a ver en el cine. Descontando aquellas que vi, de
forma incidental. Cuando tan sólo, por inercia o el azar, llegué al encuentro de
unos cuantos trozos de filmes que nunca averigüé cuáles eran los nombres que
llevaban por título. No sé si es un tema de edad o sólo costumbre, pero los
libros, en general, me parecen espléndidos y necesarios. La mayoría de los que tengo pendientes hablan de cosas
cotidianas, y una que otra novela. En pocos
rincones tengo libros que sean de una complejidad angulosa. Esos últimos,
como decía el profesor Montecinos, eran aquellos que te secaban las retinas, como lo que ocurría al Quijote al leer
innumerables novelas de caballería.
Hace un par de días, pocos antes de finalizar el año, me dio
el impulso instintivo de querer visitar nuevamente algunas librerías. Quería un
libro en particular, «Algunos adioses»
de Pancho Mouat. Un ejemplar que atrae mi atención, una cuenta pendiente. Primero
por la forma de escribir que tiene, tan fresco, ágil, sincero y elocuente. Muchas veces
veo en Mouat una inconsciente intención de plasmar en todos sus libros y
columnas, ese afán de querer contemplar, vivir el momento y, más aún,
disfrutarlo sin peros. Sin embargo, ya en la librería, al llegar a su encuentro
aparece otro del mismo autor, «Calendario
2008-2011»; comencé a hojearlo y, sin dudas, se apoderó de mi curiosidad.
Días después, decidí que me hiciera compañía en un viaje por
la Ruta 68, camino a Santiago. Calendario era el compañero perfecto en la
travesía. La forma en que va relatando cada mes desde los años 2008 a 2011, es magnífica en
su sencillez. Entre tanta estridencia literaria, Mouat tiene el reparo de
referirse al detalle tanto de sus autores favoritos, como de aquél amigo entrañable
suyo que ya no está. Puede escribir con el mismo celo sobre una pareja de
ancianos que, con un hábito marcial, van a almorzar cada semana al restorán San Marco, en Viña
del Mar. El mismo ojo posee, a su vez, al referirse a su pequeña amiga
villalemanina, que gusta de la literatura a sus cortos catorce años; de su
señora Marisol, así como de su hija Antonia. Mouat pasa por el detalle todo lo que
observa, lo contempla y lo hace suyo. Todo lo anterior bajo el tamiz de la sensatez.
Mientras leía, me detuve en revisar el reverso del ejemplar, una cita del propio Mouat, quien opina sobre lo que es, para él,
la magia de la literatura «que nos
arranca de la realidad conocida (aquello que dice que todos nos vamos a morir)
para sumergirnos en otra realidad, alternativa, una forma muy interesante de la
utopía, como dice Vila-Matas, donde incluso cabría preguntarse si puede la
muerte ser definitiva allí donde habita la palabra». Intento con mis propias palabras conservar el mismo significado de lo anterior. Leer es dejar de ser víctima o victimario, culpable o inocente. Es el botón de pausa a la rutina o un contrasentido a esta vida que nos han
querido plantear. Aquella en que el proceso productivo es ley y moneda
corriente en todos los ámbitos del ser humano. Leer podría darte todo lo
anterior, teniendo al tiempo como nuestro único verdugo.
Totalmente sospechoso.
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